domingo, 6 de diciembre de 2009

Angel


La primera vez fue como a los 6 o 7 años, y la última… la última fue anoche. Me acuerdo que en ese entonces con mi hermano dormíamos en una cama cucheta. En la parte de abajo él y en la de arriba yo, porque así lo había decidido en suerte una moneda de 10 australes. Todo empezó una madrugada en la que no daba más de las ganas de mear, y al meter mi mano debajo de la cama para sacar las pantuflas lo toqué. Era como un brazo musculoso con la piel reseca, peluda y fría. No alcanzó a manotearme porque enseguida saqué la mano y pegué un grito que debe haber despertado a media manzana.

Mi hermano, dos años menor, lloraba desconsoladamente por el efecto que le había provocado mi grito. Enseguida apareció mi papá con su linterna Eveready y mi mamá que se asomaba por atrás. No podía explicar lo que había pasado, no me salían las palabras. Sólo quería llorar y abrazarme a mi mamá.

Les pedí temblando en la voz y las manos que me dejaran a dormir con ellos. Primero mi papá dijo “no”, pero mi mamá que siempre fue más comprensiva me llevó primero al baño y luego me acostó del lado de ella.

A la mañana me exigieron que les contara y mi explicación en vez de preocuparles les causó gracia. Mi viejo sacó el colchón y me mostró que debajo de la cama no había más que unos autitos, una pelota pinchada, pelusas y un pañuelo duro de mocos que yo sabía tener bajo la almohada.

A pesar de esa demostración su presencia crecía en importancia con el correr de las noches. Lo escuchaba moverse, sentía su respiración. Sabía que quería hacerme daño. No quería que llegara nunca la hora de ir a la cama.

Entonces trataba de que mi hermano se interesara por mis charlas sobre los compañeros de la escuela, le prometía jugar con él a sus juegos de nenito o prestarle juguetes que para mí eran importantes. Me decía a todo que sí y se dormía a la primera de cambio.

Mi única salvación era taparme hasta la cabeza, cerrar los ojos con fuerza, apretar los dientes, rezar 10 veces el Padre Nuestro y pensar en la chica más linda del colegio: Florencia Faber, hija del contador Federico Faber, uno de los tipos más ricos del pueblo.

En mis pensamientos era Flor o Flopy, en la escuela ni siquiera un hola, un chau o un euu. Y eso que sabía muy bien quien era yo porque me había visto pasar 500 veces desde el ventanal de su chalet en la Aurorita anaranjada de mi vieja. Su indiferencia no me importaba demasiado, porque de no ser por ella mis noches hubiesen sido mucho más terribles.

Cuando cumplió 15 años era tan o más hermosa que de niña: ojos grises, cabello negro bien lacio, nariz pequeña, labios carnosos y un cuerpo moldeado gracias a la dedicación de horas de patín artístico.

Siendo un año mayor, consideré que mis 16 años eran una edad ideal para decirle todo lo que ella representaba para mí. La salida del colegio me pareció el mejor momento. La seguí unas cuadras y cuando sus amigas la dejaron sola me acerqué. Primero le dije mi nombre –aunque era obvio que lo sabía porque en el pueblo nos conocemos todos- y después de un tirón le conté lo que sentía por ella y todo lo que había hecho por mí en casi 10 años sin saberlo.

Hasta ese instante no había abierto la boca, y sus únicas palabras fueron: “vos no podés ser más estúpido. ¿No?” Estaba derrotado. Mientras la veía alejarse con ese uniforme escocés que le quedaba perfecto, sentía que mis noches iban a ser más difíciles sin ella, sin mi ángel de la guarda.

Desde ese día tuve que dormir tomando unas pastillas que le recomendó el médico a mi mamá, pero con el tiempo dejaron de hacer efecto. Entonces empecé a dormirme en una silla, en las horas de clase, en el boliche los sábados o donde encontrara un espacio para conciliar mi sueño.

Mi cama ya no me pertenecía, era propiedad del brazo peludo y frío de piel reseca que habitaba debajo. Cambiamos de casa, de habitación, de colchón pero él seguía ahí. Estaba convencido de que en cualquier momento me iba a asesinar. Había imaginado varias veces como iba a ser mi muerte, pero también en mi desvelo había imaginado la de ella.

Juro que no se como pasó, pero pasó. Creí que sólo era mi imaginación. Pero no. Por eso es que ahora estoy acá doctor.

Ulises Rodríguez

viernes, 27 de noviembre de 2009

Tiempo de mierda


Lluvia de mierda. Fue una lluvia de mierda. Nadie jamás creyó que pudiera suceder, pero pasó. Desde el cielo cayó mierda. De pronto oscureció y se llenó de nubes marrones, lo que llamó la atención, ya que nunca antes se habían visto nubes tan raras, y como si fueran miles de culos empezaron a largar mierda.

El primer chaparrón –si se le puede llamar así- fue en forma de soretes. Tenían el tamaño de un kiwi y eran duros como un mármol. Olían igual que el baño de un circo ambulante. Caían sobre los techos de las casas y hacía de cuenta que era un bombardeo. A los autos les abollaban la chapa y les destrozaban los vidrios. Una señora mayor que paseaba un cusquito no se pudo ocultar a tiempo y cayó desmayada de un soretazo; y un tipo que andaba en bicicleta pisó un montoncito y se desparramó en la calle. Las plantas quedaban desojadas por los soretes y cuando golpeaban el asfalto se partían en pedazos.

Por suerte la lluvia de soretes duró apenas unos minutos, no más de cinco, aunque parecieron muchos más por el desastre ocasionado. De a poco la gente tomó confianza y salió a la calle. Nadie entendía absolutamente nada. Se miraban unos a otros y no le encontraban explicación al asunto.

Cuando parecía que volvía a salir el sol y mientras los vecinos barrían la vereda amontonando soretes se vino otra vez la lluvia. Todo el mundo corría por miedo a ser golpeado por la caca dura, pero ahora caía de a chorros. Era mierda de cagadera, de cursia, de colitis. El olor causaba vómitos y desmayos. Encima el excremento contenía una sustancia ácida que corroía al instante la pintura de las casas, de los autos, agujereaba los paraguas y quemaba la piel de las personas.

Por la radio y la televisión pedían una obviedad: que no salieran de sus casas bajo ninguna circunstancia. El ácido derritió los cables de electricidad y dejó sin luz a toda la ciudad. Para colmo de males los soretes, que no habían sido juntados en su totalidad, taparon las bocas de tormenta.

La colitis celestial corría por las calles como lava volcánica. La mierda brotaba por las rejillas y se colaba por debajo de las puertas. No había manera de pararla. La ciudad se había transformado en un inodoro gigante y la gente en rehén de la mierda.

De un momento a otro la lluvia cesó. Pero pasaron varias horas hasta que se vieran almas en la calle. Barbijos, máscaras y botas de goma eran imprescindibles para salir a la vereda. Los noticieros hablaban de inundados, muertos y desaparecidos. Las pérdidas ocasionadas por el enchastre de la mierda eran millonarias.

Mientras los meteorólogos trataban de encontrar las causas analizando cielo y tierra, un grupo de niños se bañaba en el riachuelo que esta vez lucía incoloro, inodoro e insípido.